En la mañana del 24 de Agosto del 79, una columna de humo comenzó a ascender del volcán Vesubio. La población pensó que se trataba de un escape más de humo, pues ya había pasado en años anteriores.
Pero esta vez la erupción se manifestó de dos maneras: en Herculano, una especie de fango, mezcla de cenizas, lava y lluvia, inundó las calzadas y callejuelas de la ciudad, cubrió los tejados y penetró por ventanas y rendijas. La gente salió horrorizada de sus casas y muy pocos pudieron huir de aquella ciudad italiana. En Pompeya se inició como una finísima lluvia de cenizas que nadie sentía. Luego cayeron los lapilli, pequeñas piedras volcánicas que se parecen a las normales y por último, piedras pómez de varios kilogramos de peso.
La ciudad quedó envuelta en vapores de azufre que penetraron por las rendijas y hendiduras de las casas y villas y se filtraron en las togas que la población se ponía en nariz y boca para protegerse. Los pompeyanos comenzaron a pasar angustiosos minutos, replegados en los rincones que podían encontrar. Cuando al último momento trataron de huir, muchos murieron lapidados por las piedras pómez. Aterrorizada, la población retrocedía y se encerraba en sus casas. Pero era demasiado tarde. En algunos casos, los techos se derrumbaban, dejando sepultados a los inquilinos.
El 26 de agosto, el sol volvió a salir. Del Vesubio sólo salía una débil columna de humo y este volcán se encontraba rodeado por un enorme pedrisco, del que apenas salía alguna columna o algún tejado. En una distancia de 18 kilómetros, el paisaje quedó asolado: los jardines no eran más que un terregal, los campos estaban llenos de ramas ennegrecidas. Las partículas de cenizas se extendieron por África, Siria y Egipto.
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